El embriagador olor de la naturaleza era vertiginoso y excitante, como una poción erótica, por lo que la chica se desnudaba de placer y enseñaba las tetas al ardiente sol de verano. Sus rayos calentaban la piel y en especial los pezones, que querían ser acariciados e incluso mordidos por los dientes del beeg ancianas macho. Pero la novilla sabía cómo acariciar ella misma sus tesoros, y lo hacía muy bien. El sol contribuyó a este acto de autogoce, añadió grados al caldero de emociones y sensaciones. La tierra calentada por el sol la calentaba desde abajo y parecía el lomo de una enorme bestia cariñosa.
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